Con el aroma a incienso mezclándose con el aroma de las cocinas, los habitantes del municipio José Félix Ribas, en el estado Aragua, avanzan en la preparación de la Semana Santa, un tiempo que trasciende lo religioso para convertirse en un mosaico de memoria colectiva.

Y es que desde ya en las calles y hogares se respira un fervor que entrelaza la espiritualidad con los sabores ancestrales, mientras las familias ajustan los últimos detalles de sus altares y menús para vivir una Semana Mayor como han estado acostumbrados, según su cultura.
Para muchos, este periodo marca el calendario litúrgico y además es un acto de reafirmación cultural, donde las generaciones se unen en torno a prácticas heredadas. La comunidad, fiel a su historia, demuestra que la tradición no es estática, se reinventa en cada gesto, pero nunca pierde su esencia.
Miguel Rodríguez, un ribense de 40 años, resume este sentir al afirmar, «para nosotros, la Semana Santa es un abrazo entre lo divino y lo terrenal. Claro que están las misas y las procesiones, pero también están las mesas llenas de platos que sólo preparamos en estas fechas, hay que honrar a Dios, pero también al paladar».
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Este testimonio refleja la dualidad de una celebración que nutre el alma y el cuerpo, donde recetas como las conservas de coco, el majarete, el pescado salado, el chigüire, entre otros, se convierten en rituales comestibles. Rodríguez, quien en familia cena estos días en medio del respeto a las fechas santas, insiste en que estos manjares, son «oraciones hechas alimento», un legado que resiste al paso del tiempo.
Por su parte, Ángel Marqués comparte como su preparación implica un ejercicio de disciplina y reflexión: «Desde pequeño, en mi casa me enseñaron que la Cuaresma no es esperar la Resurrección; es un camino de sacrificios. Este año decidí dejar las redes sociales hasta el Domingo de Gloria, para enfocarme en el rezo y ayudar en la elaboración de los ornamentos de la iglesia».
Su relato evidencia como los ciudadanos reinterpretan el concepto de «sacrificio», adaptándolo a contextos actuales, sin perder el núcleo devocional. El señor Marqués destacó, además, que estas prácticas fortalecen su sentido de pertenencia.
«Cuando participo en las procesiones, no sólo llevo una imagen, velas y voy con mi familia, además cargo el orgullo de ser venezolano, de tener raíces que nos unen, al tiempo que elevó mis oraciones», puntualizó Marqués.
Más allá de lo individual, Ribas despliega un entramado comunitario, las mujeres preparan todo lo necesario para orar, al tiempo que ofrecen lo mejor de la cocina a sus familias, los niños ensayando cantos litúrgicos y los hombres colocando los populares enlaces de palma en ventanas y puertas que decorarán las calles.

En cada rincón la gastronomía emerge como un lenguaje de fe, las familias intercambian recetas, como el famoso «Pastel de Chucho», adaptado para los días de abstinencia o los guisos de chigüire, que aunque polémicos para algunos, son emblemáticos en la región. Estas acciones, aparentemente cotidianas, son hilos que tejen la identidad de un pueblo que se mira a sí mismo a través del prisma de la tradición.
La Semana Santa en Ribas no es un simple recordatorio litúrgico; es un espejo donde se reflejan las capas más profundas de su ser comunitario. Entre el repicar de las campanas y el crujir de las hojas de plátano para colocar las conservas, este municipio escribe año tras año, una crónica de resistencia cultural.
En resumidas cuentas, en esta parte de la región aragüeña, la fe no se vive en soledad, es una sinfonía de voces, sabores y colores que confirman que en tiempos de incertidumbre, las tradiciones siguen siendo el ancla más firme. Ribas, en su modestia, enseña que la espiritualidad también se cocina, se canta y se camina.
DANIEL MELLADO
GM