En un rincón encantado de Venezuela, donde el tricolor de la bandera se entrelaza con las melodías ancestrales del viejo continente, vivía una comunidad mágica, custodia de tradiciones folclóricas europeas que el tiempo había tejido con el vapor de la memoria. Cada día, el sol se elevaba en el horizonte como un gran tambor, llamando a los bailarines a congregarse y rendir homenaje a sus raíces.
Entre ellos se encontraba Orlanys González, una bailarina descendiente de canarios, cuyo corazón latía al ritmo de la música. Cada día que bailaba, era como si su cuerpo se transportara a otro lugar, a otra época donde ella se aventuraba al campo, donde la brisa susurraba entre los árboles y las aves se unían al canto alegre de una isa. Ahí, el calor que le proporcionaba la mantilla o el sombrero ni siquiera se sentía, el cansancio no era suficiente porque por su cuerpo circulaban las brillantes notas de la música. Una melodía que no sólo la hacía feliz a ella, sino que la llenaba de cada fragmento y cada recuerdo de sus ancestros. Todos corrían a través de ella, en una historia que antaño no se contó, pero que ahora tenía todas las oportunidades de expresarse.
Con cada movimiento que hacía, Orlanys sentía que la magia del folclor le regalaba una conexión profunda con su historia. «Es algo que no puedo explicar tan sencillo, aunque no lo conocía directamente, no había alguien que me lo explicara, pero desde muy pequeña me llamaba mucho la atención», decía con una sonrisa al referirse al baile, a la tradición que en un principio era sólo una belleza en la distancia.
Hoy con 16 años de experiencia en este bonito arte, Orlanys podía decir que cada paso que daba era especial, cada nota y cada sonrisa. Ese nerviosismo al iniciar un repertorio formaban ahora parte de un todo.
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Un asunto familiar
Cerrando los ojos y ataviada con su traje favorito de chaleco rojo, nada más importaba. Nada más allá de una respiración para iniciar y el silbido del director, al voltear y ver a uno de sus mejores amigos como pareja y más allá en la misma línea que ella, sus dos amigas, con una sonrisa que acompaña el baile y su madre en el público, hasta podía sentir el olor a sal de aquellas islas tan queridas. Cada movimiento que ella hacía llegaba hasta San Juan de la Rambla, de donde su familia era.
En el mismo escenario, Yvette Torrealba brillaba con un resplandor especial. Para ella, bailar era un placer que trascendía el simple acto de moverse. El amor de una madre que todo lo puede, es como la ven sus hijas, compartiendo mucho más allá que esa conexión del vientre, con dos retoños que en sus venas tenían el fuego de la sangre canaria, sólo una de ellas continuó con ese legado del baile canario, que para Yvette, lo llegó a ser todo.
En grupo
La posibilidad de poder pertenecer a la misma agrupación que sus hijas e incluso poder compartir el escenario, era una felicidad mayor a la que podía sentir. Más allá de la responsabilidad de ser mamá, sobre el escenario con su niña, era sólo la esencia del baile, de la tradición y la música, ya no importaban las peleas o los regaños, sólo ellas unidas en un solo sentir. Y aunque al principio no podía creer que su hija no la dejara sola ni para bailar, a día de hoy sólo podía agradecer a su naturaleza y a la Virgen de Candelaria con su eterno manto, que le diera la posibilidad de compartir una pieza con su primogénita.
«Hay algo que yo como mamá siempre cuidé; y era que mis hijas iban a ser lo que ellas decidieran ser, guiándolas siempre y estando presente. Me entró mucha emoción al saber que mis hijas querían bailar danzas canarias, la mayor se quedó bailando y yo disfruté mucho ese tiempo bailando con ella y me encantaba cuando podía integrar a la menor a bailar, aunque sea hacer acto de presencia en alguna pieza. Siento que es un legado que yo les estoy dejando a ellas», compartía con orgullo.
Los ecos de sus pasos resonaban con cada latido, y el día que sus hijas se unieron a ella en el escenario, un torrente de emociones las envolvió. El legado que les dejó era más que un baile; era un vínculo irrompible con el folclor, un hilo dorado que las conectaba a través de generaciones.
Más detalles de Gran Canarias
Desde el más allá de Las Palmas de Gran Canarias y hasta Santa Cruz de Tenerife, brillaban en una bonita malagueña a la madre, que aunque triste, sentía el retumbar del amor y de la pasión, porque nunca hay nada más importante que un hijo y su felicidad, y en cada rose, cada mirada y cada sonrisa se podía escuchar el amor de una madre.
Un amor que trasciende barrera, que inculca valores y que enseña a disfrutar el baile, con el valor de la responsabilidad, hasta cuidar la postura y usar correctamente el traje que honraba a sus ancestros.
Una historia que ahí no acababa, porque Yvette en ese momento les enseñó a sus hijas el valor de la familia y la tradición, pero sus hijas iban a continuar enseñando ese legado, transmitiéndoselo también a sus hijos.
Del otro lado del Teide
Pero la magia no terminaba allí. Edgardo Rodrigues, un bailarín folclórico portugués y director apasionado, se unió a la danza con un objetivo claro: sembrar la semilla del folclor en cada uno de sus alumnos. Desde la primera clase les mostraba que el baile era más que movimientos; era una conversación entre sus antepasados y su presente.
«El folclor portugués va de la mano, sin duda alguna, a la religión y a la devoción», manifestó, porque la danza va impulsada con la religión, en el caso de Portugal con la Virgen de Fátima, una luz que impulsa cada bailarín, mostrando el camino a través de tan importantes piezas alegres. Dejando en la memoria de sus bailarines no sólo la responsabilidad de un legado de muchos inmigrantes, sino la pluma que cuenta cada historia personal, elevándolo a todos los movimientos y atavíos propios.
Almas danzantes
Así, en este encuentro de almas danzantes, la tradición se entretejía en un hermoso compendio que celebraba la religión y la cultura europea en Venezuela. Los lazos formados en el calor de la música eran como raíces firmes que se adentraban en la tierra fértil, mezclándose con las influencias locales, creando un mosaico vibrante que honraba la diversidad y la unidad.
Cada presentación, cada encuentro se convertía en un acto de magia, invitando a todos a recordar de dónde venían y hacia dónde querían ir. Con el sonido de las flautas y el golpeteo de los tamboriles, Orlanys, Yvette, Edgardo y sus alumnos eran más que bailarines; eran los guardianes de un legado que vivía y respiraba en cada paso, iluminando las tradiciones folclóricas de una manera que sólo el verdadero amor y la dedicación podían lograr.
Y así, la danza continuó como un río que fluye sin cesar, llevando consigo la historia de un pueblo que nunca olvidará sus raíces, mientras teje un futuro brillante, impregnado de amor, tradición y magia.
ALEJANDRA BUITRAGO | elsiglo
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