El oso que murió por una sobredosis

El oso se comió cuarenta kilos de cocaína que pertenecían a un reconocido narcotraficante. La escena era un verdadero misterio. El cuerpo negro y peludo de más de 79 kilos estaba desplomado en el suelo. No había rastros de sangre. No lucía desnutrido. Tampoco estaba enfermo.

Parecía más bien congelado. La ausencia de cualquier pulsación alejaba la posibilidad de que estuviera hibernando.

Tan solo había una certeza: el oso estaba muerto.

Unas 40 bolsas plásticas hechas pedazos, que rodeaban el cadáver del animal, se llevaron toda la atención del grupo de médicos forenses que llegó, en diciembre de 1985, al Bosque Nacional de Chattahoochee, en Georgia, Estados Unidos.

La necropsia fue concluyente: “Su estómago estaba literalmente repleto de cocaína”.

Las aventuras de un narco

Para el año en que fue hallado el inerte oso, el narcotráfico ya era un flagelo que cobraba vidas en Colombia y el mundo.

Mientras en Bogotá era asesinado el ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla a manos de sicarios relacionados con el cartel de Medellín en 1984, en Estados Unidos surgieron varios hombres interesados en ser parte del negocio de la droga. Andrew C. Thornton, un exoficial del ejército norteamericano, era uno de los ambiciosos.

Este abogado, acostumbrado a trabajar con la policía antinarcóticos, pasó en cuestión de cuatro años a ser un reconocido narcotraficante en Kentucky, estado del sureste de Estados Unidos.

En 1981 fue acusado de llevar mil libras de marihuana a la ciudad de Fresno, en California, a más de 3.100 kilómetros de su lugar de residencia.

Luego, tras meses prófugo de la justicia, fue capturado en Carolina del Norte, a otros más de 3.000 kilómetros de donde cometió el crimen.

La sentencia de seis meses en prisión y una multa de 500 dólares de la época no fueron suficientes para acabar con sus ánimos de delinquir.

El 11 de septiembre de 1985 fue la fecha destinada para que su existencia y la de un oso común y corriente pasaran a la historia.

Un frustrado aterrizaje

Según los reportes de prensa estadounidense, en la madrugada de ese 11 de septiembre fue hallada una avioneta destrozada en una montaña del Bosque Nacional de Chattahoochee, en Georgia.

Las autoridades policiales estaban estupefactas al ver que, junto a los restos del avión, no estaba el cuerpo de ninguna persona.

La única pista era el número de registro del aeroplano: N8664Z.

Con eso bastaba.

Al indagar por esa placa, el grupo investigador dio con el informe local de un hombre que fue hallado muerto por un pescador en Tennessee, a más de 500 kilómetros de la avioneta, con unas llaves que tenían inscrito ese mismo código.

El cuerpo del sujeto fue encontrado atado a un paracaídas, con dos identificaciones distintas, un par de pistolas, un chaleco antibalas, al menos tres cuchillos y 36 kilos de cocaína.

La correlación fue directa: el cadáver era de Andrew C. Thontorm.

Varios meses de pesquisas llegaron a la conclusión de que Thontorm, con experiencia en paracaidismo militar, se había lanzado desde la avioneta, sin embargo, por alguna razón el artefacto no se abrió.

Según los registros de la época, el avión estaba siendo dirigido en piloto automático, pero nunca se supo si presentó alguna falla que hubiese precipitado el fatídico salto.

Lo único cierto fue que el cargamento de droga, el avión y su dueño cayeron a tierra.

Y, sin tener nada que ver, un oso se robó el lamentable protagonismo.

Víctima de una bala perdida

Tres meses después de que la noticia del narcotraficante y su frustrado cargamento colmara los periódicos nacionales, un cazador en el Bosque Nacional de Chattahoochee encontró el cuerpo de un oso muerto que, aparentemente, alguien había asesinado y dejado a la intemperie.

 

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