LeBron contra el mundo

Naismith Prep Player of the Year, Rookie del Año, 3 veces campeón de la NBA, 3 MVPs de las Finales, 4 de la temporada, 15 veces en los mejores quintetos, 6 en los defensivos, máximo anotador, 16 veces All Star… el currículum de LeBron James, lejos de cerrarse, sigue acumulando una ingente cantidad de páginas que darían para escribir sagas eternas de una historia que parece no tener fin.

El alero, ahora reconvertido en base, sigue siendo uno de los mejores jugadores de una competición que le ha pertenecido y cuyo dominio quiere volver a recuperar, quizá por última vez, antes de retirarse. Algo que, por cierto, no sabemos ni cuándo ni cómo sucederá.

Es imposible entender la NBA sin la eterna (y eternizada) figura de LeBron. Un jugador singular que ya en el instituto hacía estragos y llamaba enormemente la atención, poniéndose el 23 en honor a Michael Jordan y apareciendo en las portadas de las revistas más ilustres de Estados Unidos (Sports Illustrated y ESPN The Magazine) o intentando presentarse al draft de la NBA dos años antes de acabar su formación, algo prohibido por los estatutos de una Liga que también haría obligatorio el paso por la universidad a partir del 2005. Antes de eso, en 2003, James era elegido en la primera posición del draft por los Cleveland Cavaliers, ganando el Rookie del Año y consiguiendo la franquicia 18 victorias más que el año pasado.

Lejos quedan aquellos tiempos. James ya consiguió en su tercer año clasificar a los Cavs a los payoffs y no faltó a la fase final hasta el año pasado. Entre medias, fue conquistando poco a poco una Liga que no paraba de ponerle trabas. Ni siquiera su exhibición en el quinto partido de las finales de la conferencia Este del 2007, cuando con tan solo 22 años de edad anotó los 25 últimos puntos que los suyos sumaron entre el último cuarto y la prórroga (finalizó con 48) le permitió escapar de esa crítica que persigue a muchos de los que consiguen el éxito demaisado pronto: que si era un robot, quería imitar a Jordan llevando el 23 pero no se parecía en nada a él, no tenía tiro exterior o solo valía para penetrar y no defendía… eran algunas de las muchas cosas que se dijeron por aquel entonces de un jugador que ya era una estrella y que fue maniatado por la defensa de los Spurs en unas Finales que le llegaron demasiado pronto y que acabaron con un sweep (4-0) de difícil encaje en lo moral pero aleccionador en lo espiritual.

LeBron siempre ha sido un jugador único. Por mucho que pese (nos pese) a muchos, es parte viva de la historia de este deporte y la reconversión que ha tenido, siempre acompañada de una profunda comprensión del baloncesto y de sus deseos por ser el mejor jugador de todos los tiempos, no deja indiferente a nadie. Es más, va de la mano con la cultura hollywoodense que acompaña continuamente a la Liga norteamericana, muy dada a contarte la realidad como si de una película se tratase. James ha tenido que luchar contra viento y marea, saber adaptarse, moldear su juego hasta hacerlo imparable y aprender a limar todas esas carencias que todo juego físico e incluso robótico (en su caso) tiene. Su reputación tocó el suelo con el verano en forma de sainete del 2010, cuando se fue a los Heat para unirse a Dwayne Wade y Chris Bosh (y Battier, Miller, Andersen, Chalmers, Haslem, luego Ray Allen…) y formar uno de los big threes más icónicos de la historia. La bomba atómica que sacudió los cimientos de la Liga (muchos se acordaron del justificado no fichaje de Chris Paul por los Lakers)

vino acompañada de un nuevo oleaje de críticas: que sino puede ganar solo, que si se tiene que ir con los mejores, que va a lo fácil y, de nuevo, que no sabe tirar, que no sabe defender, que solo vale para penetrar