«Hook», un halcón de menos de un año, aprendió a volar a la sombra del parapente de su dueño en los cerros que rodean Santiago. Y al ver a esta pareja elevarse al cielo en perfecta simbiosis, parece que están hechos el uno para el otro.
Ariel Marinkovic, de 37 años, cumplió un sueño de infancia y adquirió este peuco (Parabuteo unicinctus), también llamado halcón o aguililla de Harris, en un criadero cuando era todavía un polluelo. Desde hace casi un año, vuelan, cazan y conviven en armonía, aunque advierte de que no se trata de una mascota.
«Un ave rapaz no es una mascota. El ave no va a venir a hacerme cariños. Somos más bien compañeros de cacería», dice. Y de vuelo. Porque al menos tres o cuatro tardes a la semana, los dos se instalan en el auto de Marinkovic y suben por un camino empinado y polvoriento hasta un cerro en el norte de Santiago para volar.
Los trozos de carne y la perdiz que Marinkovic lleva en los múltiples bolsillos de su chaleco ayudan a la complicidad de estos dos compañeros de vuelo inusuales.
«El ave confía en mí», dice el dueño. «Aguanta que lo toque, no porque haya cariño, sino porque sabe que no le voy a hacer daño». Tampoco se inmuta por la presencia de extraños.
El ave se eleva, baja, sube, va, viene por el aire, se posa en un árbol, se mete entre las cuerdas del parapente y de vez en cuando se instala en el hombro o en el antebrazo protegido por un guante de cetrería de su dueño. A veces, incluso, se confunde de parapente «si es del mismo color» e inicia el mismo juego con el extraño hasta que se da cuenta del error.
Esta tarde le ha dado un buen susto a Marinkovic porque lo estaba persiguiendo un águila y se ha alejado demasiado, tanto que en un momento lo llegó a perder de vista. Pero, después de llamarle, «Hook» volvió a posarse en su brazo en busca de su recompensa: un trocito de carne que engulle con fruición antes de echarse a volar de nuevo, como si de un juego se tratase.
También van juntos a cazar conejos, otro de los platos favoritos de este halcón que no pierde detalle de lo que pasa a su alrededor. «Yo le ayudo para minimizar lo más posible el sufrimiento de la presa», dice Marinkovic.
Y es que más que domesticar al peuco «es él el que te domestica a ti. Te arrastra a la naturaleza», dice este fotógrafo y videasta de profesión que desde los cuatro años soñaba con volar en parapente -empezó hace tres- y tener un ave rapaz en su casa.
En materia de vuelo, los dos aprenden del otro. Al principio, «Hook» era torpe y se cansaba rápido, pero ya ha tomado confianza y ha aprendido a utilizar el viento para propulsarse o planear. Y su dueño sigue las mismas corrientes con el parapente para elevarse. «Con el viento empezó a volar y con el parapente aprendió a volar», asegura.
Marinkovic le ha construido una gran jaula en el patio de su casa. Solo lo tiene amarrado en la ciudad porque en caso de escapar, puede electrocutarse o ser atropellado por un vehículo. Cuando van a volar, no le da de comer porque sabe que urgido por la necesidad, estará más dispuesto al esfuerzo y buscará la recompensa.
Cuando está dentro de casa, lo deja suelto y su lugar favorito es la pantalla de la computadora desde donde observa a su dueño y empieza a gañir: «¡Me habla!», dice entusiasmado. «Me ve como a un compañero de bandada, no como a su dueño ni como a su mamá». Son simplemente «compañeros de cacería». Y de parapente.